La cabeza puede ejercer, a lo sumo, de reguladora; pero la arquitectura en sí misma,
su esencia más íntima, sólo puede brotar del corazón, que es el único al que debemos
dejar hablar”, escribió Bruno Taut en 1919.1
Si bien hoy esta afirmación sería un anacronismo –quedarán muy pocos que suscribirían las ideas expresionistas de Taut– sí enuncia el diálogo entre la razón y la pasión,
entre lo objetivo y lo subjetivo, entre la tecnología y el arte si se quiere, que caracteriza
a la arquitectura.
Ese proceso de contrastar, balancear y reconciliar lo comparten los arquitectos con los
diseñadores. Por eso, cuando iniciamos la primera aventura por fuera de los límites
tradicionales de la arquitectura de la cual esta edición de dearq es el resultado, el tema
de las aproximaciones al proceso sobresalió por las posibilidades que ofrecía para que
unos aprendieran de otros.