¿Es posible que en el espacio doméstico se desdibujen ciertas convenciones de la
arquitectura?
En la primera mitad del siglo XX, con el auge de la migración de arquitectos y habitantes en todas las direcciones posibles y la consolidación del Movimiento Moderno
como tendencia omnipresente, la arquitectura pareciera haber tomado un rumbo de
globalización. Sin embargo, si bien se ha enfatizado en lo limitante que puede resultar el estudio de la arquitectura moderna como movimiento universal, no deja de ser
sorprendente y paradójico que esta escuela de tendencia expansionista produjera versiones locales e individuales tan divergentes como las que se publican en esta edición
de dearq.
Es a través del estudio del espacio doméstico que se evidencia esta paradoja: en un
ambiente dominado internacionalmente por las dogmáticas ideas del funcionalismo, a
nivel local y especialmente en los espacios interiores surgieron propuestas inscritas en
el Movimiento Moderno, pero con importantes diferencias. Se construyeron identidades de manera individual –como lo relatan Catalina Mejía en su texto sobre Goldfinger
en Londres, María Cecilia O’Byrne en su descripción de la Casa Bermúdez en Bogotá
y Gloria Saravia en su ensayo sobre la Casa Malaparte en la isla de Capri-, a través de
un proceso de exploración de una firma -como es el caso de Obregón y Valenzuela,
reconstruido por Edison Henao e Isabel Llanos-, o de manera colectiva –como argumenta Ilona Murcia en su artículo sobre la identidad bogotana en la arquitectura del
siglo XX.